Definir la inteligencia es un asunto dificultoso, aún sin resolver. Entre los fundamentos que se manejan habitualmente para delimitar la inteligencia, se encuentran la capacidad de entendimiento y comprensión del mundo exterior y de uno mismo, la capacidad de resolver problemas, la habilidad, destreza y experiencia adquiridos a través del aprendizaje y la capacidad de adaptarse al medio.
De manera innata, el niño posee una serie de automatismos en cuanto a reflejos y uso de los cinco sentidos destinados a garantizar su progresiva adaptación al ambiente. Poco a poco, adquirirá recursos como fijar la atención en objetos concretos y reaccionar de manera voluntaria y razonada, aunque todavía de modo primario, ante estímulos externos. Es la base para crear situaciones de causa y efecto; es decir, que el bebé desarrolle una personalidad propia ante situaciones externas, ya sea mediante reacciones de placer o de rechazo. La coordinación de estas reacciones y acciones meditadas y planteadas con un objetivo futuro bien definido –conseguir algo que se desea-, permitirá al niño comunicarse con su entorno y expresar su mundo interior, lo que a su vez incide en la formación de su pensamiento.
El descubrimiento de factores cada vez más complejo estimula e incentiva el aprendizaje del bebé, que desarrollará fórmulas y procedimientos complejos para alcanzar sus objetivos, sirviéndose del uso de instrumentos. Esta fase sensorio-motora, que suele llegar a su culmen entre el año y medio y los dos años de edad, se encuentra ligada a la mayor autonomía del niño en el movimiento y el manejo de su propio cuerpo.
A partir de este momento, el pensamiento en cuestiones físicas y tangibles da el salto necesario para procesar elementos simbólicos, relacionados con la representación mental de la realidad y el comienzo de la comprensión de conceptos abstractos como las emociones. El adulto debe enseñar al niño a “visualizar” estos conceptos que carecen de referentes físicos a los que aferrarse por medio de su conexión con eventos y situaciones determinadas y cotidianas en su vida. El niño podrá iniciar la representación de la realidad por medio de tres maneras distintas, como son la imitación de una acción repitiéndola tiempo después de su descubrimiento, el empleo de objetos que simbolizan otros elementos (la caja como coche, las sábanas como cabaña de refugio, un lápiz a modo de avión…) o la elaboración de dibujos.
En el campo de la psicología se considera que este pensamiento simbólico es la llave de acceso para la inteligencia verdadera. Gracias a ella, el niño puede expresar la realidad, sus deseos, sus problemas y sus inquietudes por medio de símbolos que, con el paso del tiempo, se acomodan a las convenciones de la sociedad de la que forman parte. Es la etapa de desarrollo del lenguaje, fundamental en la formación del individuo como ser social. Entre los tres y los seis años, el niño da forma al cuerpo de su lenguaje a través de la asociación de imágenes, objetos, acciones y palabras, en la que se forman vínculos que pueden perdurar durante toda la vida -¿recuerdan aquella asociación única que se da entre un objeto o un concepto y, por ejemplo, un color determinado?-.
Existen determinadas actividades que son de una gran utilidad para estimular el desarrollo de las capacidades intelectuales infantiles. Aquí van algunos ejemplos:
- Proteger la seguridad infantil: las situaciones de tensión y estrés o diversos acontecimientos traumáticos influyen de manera muy negativa en el aprendizaje infantil, bloqueándolo o creando actitudes de rechazo. Por el contrario, la sensación de seguridad y estabilidad, sobre todo en el aspecto emocional, favorece la actividad cerebral del niño.
- Variedad de actividades: las vías de aprendizaje infantil son infinitas. Su alternancia y dinamismo evita periodos de cansancio, convierten el desarrollo intelectual en una diversión y ayudan a equilibrar y estructurar internamente todos los conceptos aprendidos. Leer, pintar, aprender canciones, explorar fenómenos naturales, jugar a las construcciones, montar pequeñas obras de teatro, imaginar historias… Todas ellas son formas válidas de descubrir el mundo que les rodea y fabricar mundos propios a su plena disposición.
- Estimular mediante la novedad: el mundo no termina en la habitación de juegos o el aula de enseñanza. La vida es un proceso de inagotable descubrimiento que para un niño no ha hecho más que empezar. De este modo cualquier paseo o actividad supone la apertura de una serie de sensaciones y estímulos insólitos, la comprensión del funcionamiento de la sociedad, una revelación ante vocaciones ocultas y la configuración de las sendas a transitar en el futuro.
- ‘Mens sana in corpore sano’: además del aprendizaje intelectual realizado en casa y la escuela, el niño desarrolla una parte importante de su capacidad mental por medio del ejercicio físico, ya sea a través de juegos como de deportes. El desarrollo muscular, la correcta formación de la coordinación, el fomento de la expresión corporal… Forman una parte indisociable de su intelecto al mismo nivel que la aritmética o la lengua.
- El poder de la repetición: cuando un niño insiste en leer una y otra vez su libro favorito o compone una y otra vez el mismo juego, está fortaleciendo las conexiones y los enlaces de su cerebro.
Los problemas de atención
Tal y como se ha aludido a lo largo del texto, durante esta delicada fase de aprendizaje, también pueden surgir determinados problemas psicológicos o afectivos que afecten al correcto desarrollo intelectual del niño. Se trata de patologías que merman la integración e interacción social en la infancia, su realización personal, sus relaciones afectivas y familiares… Las carencias de habilidades sociales, los desórdenes alimenticios y de higiene, los cuadros clínicos de ansiedad, la desobediencia generalizada o la inseguridad en su actitud son algunas de sus consecuencias más comunes.
En estos casos, Psania, un equipo de expertos psicólogos infantiles de Valladolid, aconseja una actuación inmediata por medio de la consulta a especialistas. Entre los principales problemas diagnosticados en este terreno se encuentran el déficit de atención con hiperactividad y el déficit de atención sin hiperactividad.
El déficit de atención con hiperactividad significa que el niño se muestra incapaz de mantener la concentración en una misma tarea durante un periodo determinado de tiempo relativamente corto, por lo que se encuentra cambiando ese foco de atención de manera constante e improductiva. Se caracteriza por el irrefrenable movimiento del chaval, los problemas para ejercer un control efectivo de sus emociones, la realización ininterrumpida y desordenada de actividades…
En cuanto al déficit de atención sin hiperactividad, el niño sí es capaz de atender, pero la calidad del proceso es inferior a la media. Por esta razón, los niños afectados por este diagnóstico padecen una evidente lentitud cognitiva y motora, manifestada en problemas de lectura y escritura, la dificultad en establecer relaciones entre el lenguaje escrito y el lenguaje oral, la pobre comprensión de textos, las inefectivas técnicas y hábitos de estudio, la falta de motivación para consumar objetivos escolares y vitales, etcétera.